martes, diciembre 09, 2025

Elogio de esa pequeña afirmación del amor que es el cariño

Obra de Marcos Beccari

Resulta muy frustrante investigar en torno a las distintas definiciones de «cariño». Es fácil tropezar con la circularidad esquiva de las palabras, significados que apelan a otros significados, términos imprecisos que se sujetan en otros términos también imprecisos a través de una urdimbre que se sostiene a sí misma sin ofrecer nada clarividente. Pongo un ejemplo con mis propias definiciones. El cariño es una miscelánea sentimental de afinidad y conectividad hacia alguien. Un cariño es una atención destinada a mostrar afecto. El afecto es la manifestación de que se quiere a una persona y por la que una persona se siente querida. Queremos a alguien cuando nos afectan su alegría y su tristeza y colaboramos para multiplicar la primera y aminorar la segunda. Nos encariñamos con aquellas personas que nos muestran afecto, pero también por enseres que encarnan al ser que los utiliza, o los utilizó, y desde su deceso han quedado como evocaciones de su existencia. Nos afectan las personas que queremos. Las queremos porque nos une el cariño que nos profesamos. El cariño delata el efecto de los afectos. Los afectos anudan a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas, y que se materializa con la demostración iterada de cariño. Así podríamos proseguir eternamente.

Me apresuro a compartir una definición elogiosa del cariño. Matizo que es panegírica porque el cariño suele relegarse a esos vínculos infraordinarios que sin embargo son los que pueblan y hacen apetecible el día a día donde radica la vida. No es extemporáneo recordar que los hábitos hacen habitable la vida, así que habituarnos a la afirmación del cariño nos encariña con lo habitual. El cariño es el homenaje que el amor le rinde a la textura de lo cotidiano. Es la delicadeza sobre aquello que despierta en nuestra persona deseos de cuidado y ternura, esmero y miramiento. Cuando decimos que alguien nos ha tratado sin miramientos estamos protestando por haber sido los perceptores de un trato áspero, sin cariño alguno, lo que significa que el cariño es una forma de mirar que asigna ternura e importancia a lo mirado. Frente a la indiscutida respetabilidad del amor, el cariño está injustamente minusvalorado. Si el amor es una inagotable fuente poética de belleza e insondabilidad, el cariño es literatura menor, una disposición sin aparataje conceptual en la filosofía y sin apenas indagación creadora en las artes. Abundan las teorizaciones acerca del amor, pero no sobre el cariño. En una taxonomía de la esfera afectiva, el cariño quedaría investido como una simpática irrupción en la que se mezclan los afectos y el buen trato, pero nada más. Algo pequeño carente de aura.

Rebelémonos a esta injusta subestimación. El cariño es el acto reflejo de la inclinación amorosa, la praxis con la que el amor se hace atención y cuidado. Si ese cariño se torna muy intenso puede acarrear amor, un sistema de motivación que desencadena la proeza de que las personas hagan que los fines propios y ajenos terminen ensamblándose hasta ser exactamente los mismos. Cuando sentimos este afecto en nuestra interioridad una voz nos susurra: «esta persona te importa y por lo tanto hay que cuidarla más incluso que a todas las demás». Se suele decir que el roce hace este cariño, pero creo que no es exactamente así. El roce gesta un vínculo que puede tomar direcciones tan dispares y antagonistas como el amor, la fricción, la simpatía, la animadversión, la placidez, el odio, la hospitalidad, el interés, la apatía, el sosiego, la incertidumbre, la preocupación, la indolencia, la generosidad, la envidia, o cualquiera de las muchas trayectorias y gradaciones de estas disposiciones impresas en mixturas difíciles de delimitar. Hace ya tiempo comprendimos con Borges que el verbo amar no admite el imperativo, y al cariño le ocurre lo mismo. Tener un cariño desatiende cualquier precepto salvo los del corazón. Tener un cariño es una expresión preciosa y fascinantemente contradictoria. Tenemos un cariño cuando damos afecto. La aporía emerge porque cuando lo damos es cuando lo tenemos. Algo incomprensible para la lógica expansiva del capital. Una obviedad para la lógica de los afectos. 

martes, diciembre 02, 2025

La moderación como sinónimo de educación

Obra de Eva Navarro 

En el ensayo Moderaditos, el filósofo y profesor Diego S. Garrocho sostiene que la moderación es un acto de valentía. Este coraje se debe al momento epocal en el que la palabra pública está polarizada y el lenguaje propende a la insolencia y la malsonancia. El autor aduce que desde posicionamientos de izquierdas la moderación se califica de impureza ideológica, y desde la derecha se tilda de debilidad. En ambos espectros se denuncia que es un modo de conceder ventaja al partido rival. De ahí que a quienes practican la moderación se les señale con ese diminutivo claramente despectivo para indicar tibieza, equidistancia, cobardía o neutralidad maquiavélica. Creo que la moderación es una disposición deliberativa que alberga repercusiones más sustantivas que la de la valentía cívica. Quizá en vez de referirnos a la peyorativa moderación sea más prudente hablar de una deliberación esgrimida con el concurso de la palabra educada, ponderada y predispuesta a poner su atención al servicio de quien piensa de un modo distinto. Podemos definir moderación como la práctica de deliberar con una amistad cívica sin la cual no es posible construir ciudadanía.

La deliberación expresada a su vez con un paralenguaje amable es un ejercicio de atrevimiento democrático, que es la tesis medular del ensayo de Garrocho, pero sobre todo es la condición de posibilidad para que el diálogo pueda desplegarse como proyecto cooperativo en el que los argumentos provenientes de perspectivas distintas e incluso agonales puedan confluir y polinizarse para ofrecer un argumento mejor. Dicho con palabras de Garrocho, la concurrencia del diálogo solo es posible al «conceder cierta probabilidad al error propio y al acierto ajeno». El pluralismo solo emerge en espacios políticos sosegados en los que la exaltación, la belicosidad verbal y la mendacidad sean reprendidas socialmente. El disenso se degrada en animosidad cuando no está preludiado de civismo ni buenos sentimientos de apertura al otro. Quizá en vez de vindicar moderación bastaría con reclamar educación. 

En el recomendable ensayo El fin del mundo común, su autora, Mariam Martínez-Bascuñán, postula con cristalina evidencia que «cuando el lenguaje político ya no sirve para compartir, sino para generar resonancias; cuando las palabras dejan de ser puentes entre perspectivas para convertirse en tambores que marcan el ritmo de las tribus enfrentadas, tenemos un problema». En conflictología el criterio regulativo más sagaz pauta que todo conflicto se puede solucionar cuando los actores se fijan en aquello en donde sus intereses convergen y desplazan a un lugar más secundario los intereses que divergen. Las personas dialogamos precisamente para que nuestros argumentos admitan matices gracias a la participación de otros argumentos. Esta inercia deliberativa solo es posible si partimos de que todo argumento es susceptible de ser refutado o mejorado, y de que el dogma, la afirmación monolítica y fanatizada o «discutir por puro reflejo defensivo» (como señala atinadamente Garrocho) invalidan la construcción de buenos juicios deliberativos. Admitir que los argumentos albergan la capacidad de crear argumentos mejor confeccionados cuando los argumentos se encuentran, nos hace personas más cívicas, más educadas, con una mayor sensibilidad relacional. El argumento granítico e impermeable no es solo un error discursivo, es una forma de empeorar nuestra condición ciudadana. 

El mundo está tan plagado de personas faltosas y proclives a la vehemencia maleducada que, cuando compartamos pareceres y argumentos, deberíamos exigirnos una ritualidad enteramente opuesta. Ser personas respetuosas, atentas, afables, asertivas y cariñosas. Ser veraces, diligentes, mesuradas, solícitas y conciliadoras. Frente a la dejadez ética, que debilita el nexo político con los demás, proponer cuidado cívico, que considera a la otredad un correlato de nuestra propia vida. Sólo con hábitos afectivos cordiales podemos levantar espacios deliberativos en donde se festeje lo mejor de la argumentación y el diálogo. La base de cualquier sociedad próspera. 


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