martes, octubre 28, 2025

Estimular la imaginación para reactivar el pensamiento ético

Obra de Helena Georgiou

La antropóloga y activista ecofeminista Yayo Herrero recordaba la semana pasada en Ctxt las palabras que Elon Musk había pronunciado el 8 de marzo de 2025. Ese día Elon Musk afirmó que «la debilidad fundamental de Occidente es la empatía». Antes de proseguir, leamos a la profesora y ensayista Belén Altuna, investigadora de la empatía y la compasión, qué hay detrás de esta palabra tan recurrente en el vocabulario sentimental: «El término 'empatía' apenas tiene cien años de existencia, pero por supuesto no así el fenómeno al que hace referencia, solapado durante siglos por los que ahora se consideran algunos de sus posibles efectos: benevolencia, compasión, bondad, humanidad, interés y preocupación por el otro, etc».  A mí me gusta argumentar que la empatía más que facilitarnos la cabriola de ponernos en el lugar del otro, consiste en pensar cómo nos gustaría que nos tratase ese otro si él estuviera en nuestro lugar, y luego trasladarlo a la acción. Yayo Herrero se adhería irónicamente a la opinión de Elon Musk desde todo este amplísimo arco afectivo que alberga la empatía: «Tiene razón. El escollo crucial para el proyecto del fascismo del fin de los tiempos, que él nombra como proyecto de Occidente, es el amor». Amor es una palabra desgastada por un abuso de su uso, pero para eludir ambivalencias podemos definir el amor como la actitud en la que nos preocupa el cuidado del otro, un mostrar interés por lo que le interesa al otro y un actuar en conformidad a las demandas descubiertas en ese interés.

El amor comparece en la interacción cuando el otro reviste importancia para mí y por ello emprendo acciones para extender su bienestar. En el amor el otro se erige en eje rector, y esa referencia nos señala una dirección: solo con humanidad se puede mejorar la humanidad. En los sentimientos de odio el otro también acapara centralidad, pero para fines antagónicos a los del cuidado. La filósofa brasileña Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro y no lo reconoce, y sostiene que el pensamiento fascista se nutre de esta violencia. Sus consecuencias más manifiestas son la despersonalización, la glacial abstracción (el otro deja de ser una persona para convertirse en número, subcategoría o cosa), la atribución de maldad, o sea, su criminalización, su consiguiente señalamiento como chivo expiatorio, la confiscación de cualquier atributo que lo humanice para desposeerlo así de esos derechos que los totalitarismos interpretan como obstáculos. El odio prende enseguida cuando una persona estereotipa así a los miembros de un grupo. Y es muy fácil estereotiparlo de este brutal modo cuando se juzga sin benevolencia, compasión, bondad, humanidad. Sin esa empatía que cita Musk. 

Desgraciadamente no podemos empatizar con lo distal y lo abstracto, pero sí imaginarlo para transfigurarlo en objeto de reflexión. Golden Allport sospechaba que los prejuicios, el odio y el racismo surgen de la falta de contacto con las alteridades. Precisamente los artefactos creativos sirven para eludir este hándicap y hacer próximo lo que se halla lejos. Jamás podremos convivir con ciertas realidades, pero podemos conocerlas, imaginarlas y entenderlas gracias a su plasmación en películas, novelas, canciones, documentales, obras de teatro, fotografías, exposiciones, testimonios, es decir, en una inmensa trama de referencias ficcionales y también reales. A diferencia de la historia, que presenta hechos, la ficción muestra qué sintieron las personas ante esos hechos, y facilita que imaginemos sus vidas. En el ensayo Leer la mente, el escritor Jorge Volpi explica este mecanismo propio de la ficción y lo hace de una manera encomiable. La imaginación es un elemento de altísima considerabilidad para incorporar la dimensión del otro, por muy remota que esté físicamente de la nuestra. Si no podemos imaginar, no podemos reflexionar desde la sensibilidad ética. Pensar en las consecuencias de nuestros actos en la vida de los demás es un ejercicio que solo se puede llevar a cabo con la capacidad humana de hacer presente lo ausente. Con el ejercicio del poder imaginativo. 

En el incisivo ensayo Somos libres de cambiar el mundo. Pensar como Hannah Arendt, su autora, Lyndsey Stonebridge, cuenta la procelosa vida y el original pensamiento de la celebre filósofa. En la primavera de 1955, Arendt impartió en Estados Unidos un curso de Ciencia Política. Se presentó en el aula cargada de novelas, biografías, obras de teatro y testimonios. No quiero que empaticen, anunció al alumnado, aunque las vivencias descritas son a menudo horribles y merecedoras de gran empatía. Quiero que comprendan. Y añadió: «La imaginación es el requisito previo de la comprensión. Deben imaginar cómo se ve el mundo desde el punto de vista en el que se encuentran estas personas. Es el mundo común a todos nosotros y es el que hay entre ustedes y ese otro lugar». 


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martes, octubre 21, 2025

Pensar más en la vida buena y menos en la felicidad

Obra de Guim-Tió

Hace unos días me vi envuelto en una conversación sobre el trajín de vivir. Intercambiamos afables frases protocolarias y lugares comunes, hasta que de imprevisto mi interlocutor sentenció: «Al final de lo que se trata es de ser feliz». Quizá fui muy brusco, pero le contesté que a mí cada vez me interesa menos la felicidad. No había ni cinismo ni impostura en mi respuesta, pero nada más pronunciarla me amonesté a mí mismo y recordé la advertencia que Edgar Cabanas y Eva Illouz comparten en su fantástico ensayo Happycracia: «La felicidad parece ya algo tan natural que atreverse a ponerla en cuestión resulta excéntrico y hasta de mal gusto». Estoy totalmente de acuerdo con este diagnóstico, pues mi interlocutor me miró horrorizado y luego con una acogedora condescendencia. Lacan argumentaba con mucho acierto que la felicidad nunca hizo feliz a nadie. De aquí se puede colegir una máxima fácilmente verificable: quien se interroga con frecuencia por su felicidad no es feliz. El mismo Lacan afirmaba que el goce es un estado de plenitud que se basta a sí mismo: quien está gozando no se pone ni a hurgar ni a perorar sobre su goce. Esta idea se puede trasladar perfectamente a la cuestión felicitaria. Kant explicó que es mucho más relevante ser digno de la felicidad que ser feliz. Se trataría de articular la vida de tal forma que la felicidad adviniera como consecuencia, pero nunca situarla como objetivo. 

A mí me interesa pensar en cómo podemos crear vida buena, aquella en la que una persona alberga soberanía sobre su propio tiempo y lo pone al servicio de su autodeterminación. A diferencia de lo que postula el discurso científico de la felicidad, la vida buena no es una opción personal ni un asunto privado ni por supuesto el resultado de un esfuerzo voluntario. Es una forma de estructurar política y económicamente el mundo compartido con el propósito de que las personas dispongan de condiciones de posibilidad para, sin coerciones explícitas ni tácitas, puedan elegir por sí mismas aquello que le asigne sentido a su vida. Que una vez estén colectivamente satisfechas las necesidades imprescindibles para el sostenimiento material de la vida, luego que cada cual celebre según sus preferencias el acontecimiento de existir, celebración que precisa de la cooperación de una mínima cantidad de tiempo, descanso y tranquilidad. Desgraciadamente la doctrina neoliberal no piensa lo mismo y se encarga a cada instante de poner trabas a esta noble aspiración. La infelicidad de las personas no es leída como síntoma de injusticia estructural, sino como fracaso personal. De este modo quedan exonerados de responsabilidad los sistemas que precarizan la vida y favorecen que en las interacciones humanas prevalezcan los sentimientos de clausura frente a los de apertura. Esta prevalencia acarrea ineludible corrosión del carácter y crónica desconfianza social. 

Igual que hay exigencias de productividad propias de la sociedad del rendimiento, también las hay de felicidad en la sociedad del consumo. La industria de la felicidad sostiene una idea de felicidad asociada a una estructura desiderativa orientada a la posesión, tanto material como inmaterial (mercantilización de las experiencias). No puedo dejar de citar a Jorge Riechmann cuando nos alerta de que desconfiemos «de quienes nos hablan de felicidad mientras en realidad se refieren a la venta de mercancías». Recordando a Ballard, el filósofo Alberto Santamaría nos precave en su último ensayo de que «el peor fascismo es el emocional, aquel en el que la retórica afectiva nos devora por dentro, nos controla hasta convertirnos en seres dominados, paradójicamente, por una amansada visión de lo afectivo. Hay que ser felices, creativos e imaginativos, pero hay que serlo así, así y así, es decir, como piezas de un proceso productivo. No hay mayor causa de atrofia de la imaginación o de la felicidad que la imposición externa de un modo predefinido de imaginación o de felicidad». A este escenario Carlos Javier González Serrano lo denomina atinadamente como «tiranía felicifoide».

La industria de la felicidad alberga una trampa extremadamente funcional para autoperpetuarse. La felicidad que promete siempre es insuficiente. Opera con la misma lógica que el capitalismo neoliberal y su fijación por optimizar infinitamente los márgenes de beneficio. Siempre se puede ser más feliz, constatación que posterga el advenimiento de la felicidad considerada genuina, y en paralelo produce decepción.  La felicidad mercantilizada nunca se basta a sí misma, a diferencia de las acciones autotélicas que brindan gratificación mientras se despliegan y dan configuración a una vida buena y con sentido. Quien osa detener este mecanismo de insatisfacción es tildado de conformista, adocenado o de vivir la esclerotización a la que le despeña la vituperada zona de confort. Es una felicidad insaciable siempre pendiente de aquello que falta. Amador Fernández-Savater conceptualiza esta experiencia como un sentimiento de déficit. Bárbara Ehreinreich lo denomina la tiranía del pensamiento positivo. Lacan sostenía que «uno es lo que hace para la mirada del otro; para la mirada propia, uno es lo que goza». Las industrias de la felicidad y la ubicuidad del mundo pantallizado invitan a que pongamos nuestra mirada en el otro, y desde la omisión instan a que no nos miremos en la mirada propia. Desdicha asegurada en nombre de la felicidad.

 

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